O comúnmente llamadas colas de zorro... En esta época las esbeltas espigas pueblan los médanos a las afueras de la ciudad.
Constituyen un espectáculo digno de admirar... y de fotografiar.
Forman una marea que se mece al compás del viento.
Son luminosas, étereas, sutiles... y al mismo tiempo fuertes y rústicas, tanto que soportan el suelo de arena y el castigo del aire marino cargado de sal.
Me encantan... Y me acuerdo de una anécdota relacionada con estas plantas. Siempre fui una jardinera empedernida y cuando todavía vivía en mi casa paterna (en otra ciudad, en otro lugar de la provincia) e intentaba por todos los medios mejorar el jardín, se me ocurrió una vez la "fantástica idea" de ir a juntar cortaderas a la banquina de la ruta. Convencí a mi papá (que jamás pudo resistirse demasiado a mis solicitudes) y allá fuimos en la camioneta andando hasta encontrar un especímen que a mí criterio fuese apto para trasladar a casa.
- Ésa es chiquita pa, dale que va a salir fácil.
Y allá fue mi papá pala en mano y... no era tan chiquita como yo pensaba así que tuvo que hacer un montón de fuerza y después de muchas "paleadas" salió la cortadera de la tierra y quedó cargada en la caja de la camioneta. Lo peor es que no fue la única, fueron digamos... tres... o cuatro. ¡Pobre papá! Hace falta decir también, que prendido en estas brillantes ideas estaba mi hermano (menor que yo), que siempre compartió conmigo los posibles mejoramientos del jardín y todo lo que se nos ocurría aplicar allí.
Las cortaderas se lucieron en el jardín durante mucho tiempo y, quizás, no me acuerdo, quede alguna todavía. Pero la verdad es que aprendí que las prefiero en los campos donde pueden crecer a su antojo y pasar desapercibidas todo el año sólo para estallar en febrero, y transformar el campo en mar.